03 Apr
03Apr

A todas nos gusta hablar de la mágica conexión que existe entre nuestrxs hijxs y nosotras, de lo que pueden provocar con una mirada, de la maravilla de presenciar cada logro, cada paso, cada nuevo día de sus vidas. Pero hay un costado de la maternidad que no brilla, que no enorgullece y que apartamos como si no existiera, como si fuera un territorio del mapa por el que nunca transitamos.

Vivimos en una cultura que nos enseña que debemos ser felices, funcionales, jóvenes y siempre estar a la altura de las circunstancias, dando lo mejor, tapando la herida, llenando el vacío con consumo, mucho consumo. Habitamos este espacio en que se nos ha dicho “no estés triste”, que llorar no queda “lindo”, que ser estable siempre es lo mejor. Entonces es esperable que nos cueste mirar la sombra, aceptar nuestra parte cruda, fría y densa. Y en este contexto, la maternidad no queda exenta.

Ese territorio del mapa por el que no nos es placentero andar, existe. Y muchos días andamos y desandamos ese camino, desnudas, con frío hasta en los huesos, en la más enloquecedora soledad, la soledad de la maternidad.

Existen los momentos luminosos, plenos, maravillosos, alegres, en que sentimos nuestros pies descalzos pisando el barro del presente en conexión con nuestrxs cachorrxs, sabiendo que podemos con todo, que pudimos y podremos. Momentos en que nos sentimos empoderadas, orgullosas del camino recorrido, de la metamorfosis que nos ha llevado hasta aquí, de este lado del puente tan cálido, confortante, mágico.

Y están los otros momentos cansados, aburridos, angustiantes, con tintes de anhelo y melancolía, o con enojo, rabia e ira. Momentos sin paciencia, en ausencia, en que nos miramos en el espejo y no reconocemos a esa mujer que se encuentra del otro lado. Estos son los momentos en que surge el inquietante y fuerte deseo de huir, ¿dónde? hacia cualquier sitio. Cualquier lugar sería mejor que la baldosa que pisamos en ese momento, en que nos detenemos a recordar quiénes solíamos ser: las mujeres independientes, sin relojes, sin responsabilidades, quienes éramos antes de cruzar el puente que nos trajo hasta aquí, el puente del nacimiento de nuestrxs hijxs.

Nos invaden imágenes, pensamientos, sensaciones de cuando éramos más “libres”, aventureras, teníamos más energía, podíamos mirar una película entera sin pausas, dormir hasta cualquier hora, tener sexo como y cuando sea, leer libros enteros en cuestión de horas, contar con algo de espontaneidad en nuestros días, tomar decisiones rápidas sin medir consecuencias. Recordamos, rememoramos, evocamos con hambre de todo aquéllo. Y la burbuja se pincha y volvemos a la realidad, y la mirada de nuestrx pequeñx nos trae un agrio sentimiento de culpa.

La maternidad ha traído a mi vida un caudal de sabiduría que ni siquiera podía imaginar que existiría, me ha regalado el empoderamiento más ancho que pude haber tomado entre mis brazos, me ha bendecido, me ha llevado de regreso a mí misma. Ha ensanchado mi pecho, me ha dado fuerza, me ha hecho escuchar mi corazón, me ha reconectado con mi alma, con el camino de vida que elijo día a día para mí. La maternidad me ha sabido explicar que la vida es más bonita porque abrazo a una niña que huele a arcoiris cada mañana, porque he sabido traer al mundo a ese nuevo ser, porque mi familia es el pilar, la base y la estructura que me sostiene día a día. Me ha recordado a la mamífera que habita en mí, me ha devuelto a la naturaleza cada día que acudo a ella para poder reconectar. La maternidad me ha brindado innumerables regalos.

Pero como en todo proceso de transformación, una parte nuestra se queda estancada del otro lado, en la otra fase. Y hay días en que correríamos incesantemente hacia ese horizonte para recuperar una partecita de quiénes éramos. Es parte del duelo, del proceso de aceptación que nos muestra el camino que hemos elegido, lo que tenemos hoy, lo que tuvimos que resignar, a lo que tuvimos que renunciar para ser quienes hoy somos. Pero no es necesario que renunciemos a todo aquéllo que en algún momento nos definía.

El deseo de huir aparece cuando no he sabido anticiparme, cuando el agotamiento de la maternidad me desborda y rebalsa. Me ha costado tiempo reconocer y darme cuenta de que la medicina para atravesar esos momentos estaba en mi interior, de que es sólo cuestión de organización y de manos que colaboren, y funciona perfectamente como una medida preventiva.

Siento que darse y brindarse a una misma es el secreto de las madres felices: recordar que además de madres somos mujeres y que deseamos, sentimos, gozamos, danzamos, nos aventuramos. Que poseemos una naturaleza instintiva e intuitiva que no es bueno dejar durmiendo en la habitación del fondo. Que estamos vivas, que latimos, ardemos. Que somos agua pero también somos fuego. Que tenemos colores pero también tenemos grises. Y que lo oscuro nos hace ver mejor la luz. Que, como me dijo una hermana, el ruido nos hace disfrutar del silencio. Que de lo profundo resurgimos más sabias, más vivas, más poderosas.

Entonces, para que el deseo de huida no me asalte en mitad del día, sé que necesito volver a mí, en busca de esa partecita que he sabido conservar. Y busco tribu, busco ayuda, busco a alguien que oficie de cuidador de mi niña para tomarme esos minutos, esa hora diaria, ese momento para mí. Y leo un libro, medito, siento el viento, camino descalza el pasto, hago yoga, disfruto del silencio, o me tomo un té conmigo misma.

Allí, de regreso al corazón, otra vez en mi centro, me invade la certeza: estoy donde quiero estar. Y gozosa vuelvo al abrazo de mi hija.


NIETA DE LA LUNA 

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